Antonio.
Albor y retoño.
De un pequeño barrio del 3er cordón del gran Buenos Aires, allá por el partido de Merlo.
Un futuro árbol que, regado con las gotas de la niebla de la madrugada y las lágrimas que da la irrenunciable búsqueda de sueños, se permitía imaginar un futuro, tan cercano como las 3 cuadras que separaban su calle de barro y zanjón del asfalto.
Se veía yendo al colegio un día de lluvia, sin tener que cambiar su calzado al llegar a la ruta para cumplir con la pulcritud de guardapolvo blanco y peinado forzoso. Tomando la leche mientras por la ventana veía pasar autos, gente, y vendedores de churros en bicicleta. Conociendo La Ciudad de Los Niños, visitando Lujan y paseando en los botes de su recreo.
Mientras imaginaba, entre sus dedos se iba derritiendo de humedad el pan mojado de mate cocido.
Detrás, la voz estridente de su mamá, reclamando el apuro de las llegadas tardes y las media faltas.
Así fue madurando la niñez y envejeciendo la fantasía.
Antonio fue bautizado, pero nunca tomó la comunión porque demasiadas de sus preguntas sin respuestas lo dejaron excluido de la santa ceremonia donde las niñas se vestían de blanco y los niños de gris.
Una mañana despertó y su mamá sentenció con la noticia…
Ese joven hombrecito y su mamá se mudarían a la capital.
Él no alcanzaban a comprender las lágrimas en los ojos de ambos adultos.
Atestiguando transformaciones inmediatas como las que da una demolición controlada, vio a sus padres retirarse a la cocina a ultimar los acuerdos de esa mudanza y los pactos donde repartirían botines.
De pronto, su mamá lo llamó y lo paro frente a los dos.
Su papá lo miraba como ese boxeador de la película que un día vieron juntos en el cine del barrio. Que ya tenía el resultado definido por esas caídas que había sufrido en los primeros rounds.
De pronto su mamá, con lágrimas en los ojos, lo acomodó como el vértice solitario de un angulo recto mientras le daba la palabra a su papá.
«Mamá no sonríe» pensó… «papá no tiene el bolso hecho» dudó…
Y ese hombre, tragando saliva, y buscando palabras en su corto vocabulario pedagógico, desprovisto de sus mocasines de salir y de su corbata de viernes, (que le daban poder), dijo balbuceante: «Mamá y yo te queremos mucho…»
Esa sería una sentencia que lo haría cargar con algo que la terapia volvería a recordarle algún día.
«Vos con quien querés quedarte?» lanzó el padre… Los sueños de asfalto y techo de piedra de Antonio se llenaron de un agrio sabor a culpa y abandono.
«Mamá me necesita más» pensó, y enterró esa culpa para siempre en algún rincón de su infancia.
Llegó el agua corriente, el techo de piedra, el baño adentro de la casa. Todo eso fue anestesia que permitió adaptar sus pies al nuevo suelo y sus desvelos a la seguridad del nuevo techo.
La escuela se encargó de mostrarle que él no era de ese lugar, ni pertenecía a ese espacio.
Lo que hoy llaman bullying Antonio lo conoció como «lo tomaron de punto». Pero… En su hábil desempeño como hombrecito de la casa y con la experiencia que estos niños no tenían, él era un sobreviviente de calles polvorientas e inundadas con renacuajos, ranas y pulgones de agua… Y su coraje lo convirtió de victima en justiciero (a veces rozando muy sutilmente el rol de victimario).
Una vez más… extranjero en su tierra.
Una vez más decidiendo algo que no pidió.
Antonio ya no era retoño ni albor. Sus hojas comenzaban a salir y sus ramas buscaban atravesar el techo de las personas.
Sus sueños se transformaron en historias de ficción, sus fantasías en ciencia, y sus habilidades deportivas en talento con la tecnología. Ya no había lugar en su cabeza para imaginar batallas con espadas, luchas de gigantes ni salvar princesas del acecho de dragones.
Todo se volvió tan real y preciso como el teorema de Pitágoras en el que sus padres lo encerraron aquella mañana donde tuvo que elegir.
Se volvió más fácil calcular y aprender que 2 + 2 puede ser algo más que 4 y que la suma de ceros y unos no da ese resultado que todos esperan.
La vida se fue convirtiendo en una competencia permanente, y una supervivencia basada en sus habilidades.
Antonio nunca más volvió a cerrar los ojos para imaginar, ni para soñar. Solo lo hacía para descansar su vista de las pantallas de la vida o para experimentar algunas visiones lisérgicas propias de su exceso de sinapsis.
Había perdido la capacidad de asombro, y la emoción que dan las canciones, el placer de una lluvia mojando su cara mientras recorre las calles, el sabor inalcanzable de aquel caramelo comprado con la moneda ahorrada a fuerza de caminar 15 cuadras sin tomar el colectivo pegoteado de pelusas de bolsillos.
Pero una mañana, entre brizas, lluvias, ruidos desconocidos, volvió a cerrar los ojos.
Se detuvo haciendo un gran esfuerzo para no deducir por sonidos lo que pasaba alrededor. Se dejó inundar… se envolvió en el asombro de algo nuevo y desconocido. Tuvo mezcla de pánico, cosquillas, escalofríos, ganas de reír y de gritar con fuerza…
En ese momento… desde lo oscuro de sus ojos cerrados, volvió a su calle de barro, y sus zanjones con renacuajos, y su sueño de zapatos limpios caminando por el asfalto de ahí nomas… a 3 cuadras. Y con absoluta serenidad pero tembloroso, abrió los ojos…
Su mirada no alcanzaba a cubrir todo lo que estaba adelante. Sus recuerdos eran apenas una viñeta en esta historieta de vida. Su mano temblorosa se sostuvo en la de ese alguien más… Antonio hoy es «otoño», y a su lado, como primavera refrescante y floreciente, ella, ese alguien que posee sonrisas de alcanforero y berrinches de chocolate, lo tomaba firme de la mano para ayudarlo a mirar, a descubrir esto que nunca imaginó. Esa calle de piedras de mas de 500 años, le decía que su antiguo sueño se diluía humilde en la belleza madura y antigua de esa parte de la ciudad que hoy lo recibía. Un atisbo de auto compasión le dijeron que sus zapatos podían embarrarse con permiso, porque había llegado.
Acercó a «primavera» a su cuerpo, la abrazó fuerte durante un instante… La giró, la besó, y exhalando todo el amor que ella le provoca se permitió soltar unas lágrimas y volver a soñar.
Finalmente, mirando el amanecer sobre la ciudad, podía poner su cerebro en modo descanso de pantalla.
Había trascendido a sus propios sueños de asfalto, y él, este otoño tibio, recibía las flores de su amada primavera en las calles de Madrid.